Mi propia metamorfosis
- Irene Yebra
- 17 nov 2018
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 12 nov 2023
Se trata de un breve, pero intenso relato inspirado en La metamorfosis de Franz Kafka, sobre la renuncia al propio carácter humano para sobrevivir.

Me había acostado con el estómago revuelto y con una mezcla de sentimientos, sabía que ya nada sería igual, sabía que por fin me había liberado de ese lastre que durante varios años había provocado en mí irritaciones y disgustos constantes.
Cuando algo no puede ser es mejor dejarlo, siempre había oído hablar de ese dicho, pero la persistencia era mi punto fuerte y aun sabiendo lo doloroso que podía llegar a ser, lo había intentado hasta la saciedad. En estos momentos no me importa nada, ni mi familia ni mis amigos, solo sé que ahora soy libre y tengo en mis manos el poder para decidir hacer lo que me plazca.
Quise levantarme del sofá donde ayer por la noche caí rendida después de horas y horas debatiendo el futuro de nuestra historia, y donde he descansado mejor que nunca tras conocer el sentimiento de libertad. Apoyé mis patas sobre el suelo y anduve hasta la cocina, aunque tenía ganas de un café bien calentito sabía que no podría prepararlo, sin embargo empuñe el grifo y bebí a gotas un poco de agua fresca, eso me sació.
Me asomé por la ventana y aprecié el hermoso día que había amanecido, un sol radiante, los árboles moviendo sus hojas suavemente – que bien estaría sentada en una de sus ramas- el río a medio caudal bajando por la montaña, brillante con el reflejo del sol, era todo fantástico. Me dispuse a salir y dar un paseo en un día tan veraniego, abrí la ventana como bien pude y eche a volar. Recorrí unos cuantos metros, crucé varios tejados y me acerqué a la orilla del río para ver mi hermoso reflejo. Me posé encima de una piedra de color marrón claro, muy áspera por cierto, y asomé la cabeza hacia el agua. Ahí estaba yo, por fin era libre, pero solo era eso, aunque no necesitaba más, mis plumas de color blanco, mi flequillo gris y mis pezuñas rosas. Era magnífico, era hermosa, era feliz y sobre todo era libre.
Después de disfrutar unos minutos de mi reflejo me dispuse a volver a casa, sin embargo por el camino me llamó la atención el roble legendario que estaba cerca de la plaza, siempre había querido apreciar su vejez desde cerca, por lo que me dirige hacia él y me posé en un ramaje. Desde allí apreciaba el campanario del pueblo, el jardín florecido con sus míticas fuentes cada cinco metros, el parque lleno de niños y niñas jugando y riendo… Esto sí es vida, me dije.
Al cabo de dos horas llegué a casa, y piqué algunas migajas de pan que se habían derramado encima de la mesa del comedor. Me senté en el sofá y pensé que solo tenía ganas de volver a pasear, de apreciar el sol, las flores, el ruido del agua. Pero por un momento caí en la cuenta de que no siempre sería tan divertido, y comencé a plantearme como pasaría los lluviosos días de Alagón, como conseguiría comida a diario, con quien conversaría, quizás echaría de menos a mi familia aunque no comprendieron mi situación e incluso ahora pudieran dañarme siendo tan indefensa.
Por un momento supe que los días soleados y veraniegos no durarían toda la vida, ¿y mi vida?, ¿de cuánto tiempo dispongo? Antes de experimentar tal deseado sentimiento sabía alrededor de cuantos años viviría, pero ahora no tengo ni idea, y tampoco sé cómo informarme de ello.
Me estaba dando cuenta de que mi renuncia me iba a salir algo más cara de lo que pensaba, y comencé a experimentar como mi alegría se iba desvaneciendo por momentos. Había conseguido libertad, había conseguido lo que durante tanto tiempo llevaba deseando, pero también había perdido mi identidad, mi persona y mi mente.
Aunque por dentro me sentía liberada, me di cuenta de que nunca más encontraría el amor, pero el amor verdadero, ya no era humana, solo era libre.
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